domingo, 13 de abril de 2014

Se tendría que agregar a esta opinión periodística, que la corrupción instalada en las instituciones de los estados (como el peruano), es admitida por la sociedad civil que la ha hecho parte de su diario vivir.



Narcopolítica

La República: Lucía Dammert

Los ingresos ilegales del narcotráfico en América Latina son incalculables. No solo en términos de los miles de millones de dólares que genera el mercado ilegal sino también el lavado de dinero negro que ingresa a economías muchas veces débiles. Pocos son los países en América Latina que enfrentan con efectividad el fenómeno del lavado de dinero que incluye sofisticados emprendimientos inmobiliarios, industriales y financieros. Menos aquellos que enfrentan situaciones de crisis económica o de inestabilidad donde el dinero negro muchas veces aporta a mantener una supuesta estabilidad nacional.
Si esto ocurre en los países, la situación en los municipios o gobiernos regionales es mucho más precaria. Ahí donde no hay Estado, el narcotráfico se instala con capacidad de gobierno, inversión e incluso protección social. Esa es la historia de muchos gobiernos locales en países como México y Colombia donde el apoyo social del narcotráfico se vinculaba con una profunda red de protección e impunidad.
Pero conformar un Estado es una tarea costosa y demasiado evidente para una industria que dividida en sus organizaciones requiere más bien pasar inadvertida. El desarrollo del crimen organizado en América Latina ha optado entonces por la consolidación de redes ilícitas donde el segundo pilar es la política.
Las historias de corrupción se repiten en toda región con algunos elementos comunes: Partidos políticos manejados por caudillos de brillo temporal que requieren de dinero rápido y fácil para financiar sus campañas. Debilidad local para el desarrollo de mecanismos de transparencia y responsabilidad en las acciones gubernamentales. Inhibición nacional para consolidar presencia en el territorio dejando espacios literalmente abandonados. Presencia del crimen organizado que en mayor o menor escala requiere de compra de protección, apoyo o sustento para el desarrollo de sus actividades.
La narcopolítica es entonces un matrimonio de conveniencia. Entre un voraz mundo político que se olvida del bien común y las metas de desarrollo de las personas y establece como fin último la consolidación del poder personalizado y su mantenimiento. Pero se necesitan dos para bailar tango. La media naranja es la industria del crimen (expresada por el comercio ilegal de drogas, personas, armas, minerales, etc, etc) que requiere de policías que no vigilen, de aduanas que no controlen, de licitaciones que no sean abiertas, de una justicia que se arriende. El matrimonio es perfecto y lo que estamos viendo es una política narcotizada, enamorada del dinero fácil, de las redes de protección y del mantenimiento del poder a todo costo.
Los casos de gobernadores mexicanos, alcaldes ecuatorianos, políticos peruanos, diputados brasileños no son la excepción sino la norma regional. Lamentablemente las democracias latinoamericanas marcadas por la limitada participación y el desprestigio ciudadano se erosionan por el desarrollo de esquemas de sobrevivencia marcados por la consolidación de las redes ilícitas.
Pero como en todo matrimonio que enfrenta problemas, aparece un tercer actor. En este caso parte del empresariado que juega roles de articulación de lo ilegal con lo legal, que aporta a la consolidación de mecanismos de corrupción en los negocios con el Estado y que muchas veces abre las puertas para legitimar el dinero negro que raudamente ingresa a la economía formal.
El aprendizaje de los últimos años muestra que las redes ilícitas nunca tienen un final feliz. Los niveles de violencia aumentan, la competencia entre grupos criminales consolida mecanismos como el sicariato, el ajuste de cuentas y las decapitaciones. La política que cree jugar con fuego siempre termina quemada dado que el negocio ilegal se antepone a los intereses incluso de los políticos de turno. Así la narcopolítica se instala como la principal amenaza para el desarrollo social, cultural y político en nuestro países. ¿Qué estamos esperando para reaccionar?